Ese período indefinido entre el primer “feliz navidad” que deseamos y el último “feliz año” que recibimos tiene su punto cúlmine en los días “festivos” tapados de comida y regados de alcohol, en los que insistimos en convivir en una sola casa con esas personas de aspecto tan pero tan familiar.
A continuación, un listado con tan solo 5 de los efectos secundarios de las fiestas que debemos sufrir año tras año.
1. El espíritu navideño nos invade mucho antes de que siquiera pensemos en la Nochebuena y antes, todavía, de que busquemos la caja en que se esconde ese arbolito kitsch con luces y melodías diseñadas por el mismísimo Satán. Nos termina de invadir el día que vamos a comprar harina al supermercado y no la encontramos porque en su lugar aparecieron turrones, botellas verdes de sidra y la tenebrosa fruta abrillantada. Para cuando lleguemos al 24 de noche, ya habremos padecido las violentas decoraciones de las vidrieras, la insoportable música navideña en los supermercados, los gorritos de Papá Noel que se venden en todas las esquinas y los niños que descubren las bombas brasileras y mendigan una monedita pal judas en la horas de siesta. Cuando finalmente llega la navidad, solo queremos que se termine y que empiecen de una vez las vacaciones.
Infierno navideño.
2. Después de haber presenciado el frenesí consumista pre-navideño, pensamos “algún paquete me tiene que tocar”, mientras esperamos que Papá Noel se ponga las pilas y nos regale algo tan genial, tan extravagante, tan justo-lo-que-estaba-necesitando, que ni siquiera podamos imaginarnos qué será. Cuando llega el momento, nos acercamos al arbolito tapado de paquetes y paquetitos, con las palmas transpiradas y con una ansiedad tan grande que nos obliga a tacklear a los niños que se aproximan a los regalos, para buscar con desesperación nuestro nombre en las etiquetas de los obsequios. Todo esto para constatar, un año más, que mientras los más pequeños de la familia reciben muñecas Barbie y el último modelo de Play Station, nosotros deberemos conformarnos con ropa de supermercado y agendas 2012. ¿Para esto me aprendí el nombre de todos tus renos Papá Noel? ¿Para esto? Lo más triste de todo es la actitud consoladora de tus padres, que te explican que el regalo es simbólico, que lo importante es que estemos juntos, blablabla, mientras te piden que asumas, de una vez por todas, que Papá Noel no existe, y te recuerdan que hasta tu primo de siete años lo sabe. ¿Si lo sabe por qué no le dan algo simbólico a ese pre púber hiperactivo? Otro claro indicador de la dictadura de los niños en el mundo actual.
¿Tengo que decir gracias?
3. Si alguien preguntara por qué nos juntamos con toda la familia una sola vez al año, la respuesta sería: por vergüenza. Después de los whiskies que riegan el asadito, la cerveza durante la comida, el champagne del brindis y la sidra “Noche Buena” (último recurso cuando todo se acaba), las conversaciones se tornan un tanto bochornosas. Desde la abuela que empieza a confundirse el nombre de todos y a contar indiscreciones ajenas, hasta los tíos con un pasado de rivalidad, que aprovechan para decirse todo lo que no se atrevieron la sobria luz del día y la cuñada que confiesa que la razón por la que su nene no se parece en nada a su marido es esa que todos ya sospechaban. Unas horas más tarde, la competencia ya no consistirá en quién come más budín inglés antes de tirar la toalla, sino quién saca el auto más rápido de la entrada de garage y se manda a mudar hasta las fiestas del año que viene. Entonces confirmamos que las únicas dos cosas que nos unen son el apellido y la satisfacción compartida de saber que falta todo un año para volver a vernos. Salud.
4. Una contradicción evidente ocurre entre el Santa Claus que nos vende Coca Cola, que se maneja en un trineo con renos y junta zanahorias para hacer muñecos de nieve, y el Papá Noel local, que si bien nunca lo vi en persona, seguramente se parezca más al viejo de la bolsa, sudando a mares en ese traje rojo contra la envidia de los Reyes Magos. La misma contradicción se traslada a la comida. Las comidas del norte y los frutos secos que trajeron los inmigrantes -bien cargaditos para las navidades nevadas- entran en carrera con la solución más sensata y natural (pero no por eso adoptada) de que el postre sea un refrescante helado. La suma de todos estos alimentos hipercalóricos, combinados con los 30 grados a la sombra del Diciembre uruguayo y la posible insolación de haber despertado borracho durmiendo en la playa, desencadenan el efecto “nunca más”. Juramos que no volveremos a probar bocado por el resto del verano, limitando nuestra ingesta a licuados y hojas de lechuga fresca. Pero nada como volver al súper y notar que los turrones y budines están en liquidación para volver al ruedo de la comida inapropiada para la estación o, mejor dicho, para volver rodando.
Coman la picada que ahora viene el asadito.
5. Una vez que logramos llegar sanos y salvos al primero de enero (aunque no podríamos decir ilesos), la necesidad de tomarnos un tiempo para recuperarnos se apodera de nosotros. Descanso, dieta, sueño, tranquilidad, soledad, silencio y litros y litros de agua. Estas son las cosas que nuestro yo racional nos pide con fervor. Claro que, como no habíamos previsto el estado catatónico en el que entramos en esta época del año, ya habíamos hecho planes para hacer exactamente lo opuesto. Entonces salimos con la carpa, las ollitas, las botellas de sidra Noche Buena que sobraron y los paquetes de fideos, rumbo a Santa Teresa o paraíso similar. Música, calor, comida chatarra, lluvia que empapa, imposibilidad de dormir, litros y litros de alcohol y mucha gente alrededor. Una buena combinación para llegar a mediados de enero, de vuelta al trabajo, con apariencia de haber envejecido cinco años. El año recién empieza.
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